TRIÁNGULO DORADO: MAESTRO DE PUEBLO
sábado, 28 de mayo de 2022
TRIÁNGULO DORADO: MAESTRO DE PUEBLO
 

 

El maestro subía todos los días hasta el pueblo de la sierra donde estaba la escuela. Era el único maestro y además cumplía las funciones de director. En un solo salón había alumnos de todos los grados y él debía dividir su tarea entre los que apenas iban a aprender a leer y escribir y los que ya debían saber dividar o multiplicar.

 

Los niños procedían de varios pueblos a la redonda. Llegaban a pie o en bicicleta, en huaraches o descalzos, moquientos, con el cabello tiezo de lodo seco. A veces, apenas entraban al aula, al maestro le llegaba el inconfundible olor de la marihuana. 

 

El maestro no preguntaba nada. Los niños solos se confesaban: se habían pasado todo el domingo ayudando a sus papás en la siembra. Por eso no habían hecho la tarea. Él los disculpaba. No pasa nada, les decía, y se sentaba junto a ellos para ayudarles a cumplir con sus deberes escolares. Pero a veces de plano no se podía. El sueño les ganaba y se dormían a mitad de clase. El maestro no sabía si despertarlos y reprenderlos o dejarlos descansar después de que se habían pasado el fin de semana trabajando igual que un adulto bajo el sol, con la espalda encorvada durante horas mientras cortaban matas.

 

Cuando recién lo mandaron a ese pueblo de la sierra, otros maestros que ya habían pasado por la región le recomendaron, sobre todo, no hacerse de enemigos, no contrariar a nadie, darle los buenos días y las buenas tardes a todas las personas con las que se topara en el camino. El camión lo dejaba a tres kilómetros de la escuela. Un camino de terracería, enlodado, lleno de charcos durante la época de lluvias y seco y polvoroso en época de sequía, conducía hasta el pueblo.

 

A veces se topaba con camionetas que bajaban de la sierra. Los hombres que iban a bordo ya lo conocían y lo saludaban levantando la mano mientras la unidad bajaba lentamente por el camino enlodado. Al principio, durante las primeras semanas que estuvo en ese pueblo, el corazón le empezaba a latir a prisa cada vez que veía un auto subir o bajar por el camino. Pero ahora que los conocía y, sobre todo, que ellos lo conocían a él, saludaba con naturalidad, esforzándose en parecer amable.

 

Por alguna razón, en la escuela se sentía seguro. Pensaba que nada malo podía ocurrirle en ese espacio de veinte metros cuadrados en donde él se esforzaba de lunes a viernes para inculcar en los niños valores y conocimientos. Las madres, además, sabían de su dedicación y a veces incluso iban a ayudarlo en sus labores. En la fiesta del día del niño, por ejemplo, habían sido ellas quienes llenaron las bolsas de dulces, quienes prepararon con mucho esfuerzo la comida y el pastel. A pesar de eso, no se sentía tranquilo hasta que no abordaba el autobús en la carretera de regreso a la capital.

 

El temor iniciaba todas las mañanas, a medida que el camión se iba acercando a la parada junto a la desviación. Luego, durante los minutos que duraba caminando hasta el pueblo se estremecía cada vez que oía el ronroneo de una camioneta subiendo o bajando. Pero durante las seis horas que duraba en la escuela el temor desaparecía.

 

En un par de ocasiones, mientras iba caminando hacia la escuela, una camioneta se emparejó. “Súbase profe”, le pidieron desde el interior. Él sabía que no podía negarse. Así que los tres kilómetros de distancia se la pasó entre hombres armados con cuernos de chivo que sostenían encima de sus piernas. Ellos hablaban de la siembra y él les preguntaba por la cosecha, por el tiempo que duraba la planta en crecer, por las hectáreas que sembraban. Finalmente, cuando llegaban a la escuela, él se bajaba aliviado y se despedía de los hombres que seguían su camino montaña arriba.

 

En una ocasión, sin embargo, mientras iba bajando, se topó con uno de los hombres de la camioneta pero que ahora iba en una cuatrimoto. “Le doy raite, profe”. El maestro pensó que los 30 minutos que hacía a pie hasta la carretera podían reducirse a la mitad si aceptaba el aventón. Se subió a la moto y mientras serpenteaban por el camino hacia abajo el que conducía iba callado. De pronto, una datsun apareció en el camino por el sentido contrario. “En la madre”, fue lo único que alcanzó a decir el que conducía la cuatrimoto.

 

Apenas unos segundos después, la punta de un rifle asomó por la ventanilla de la datsun y se escucharon las primeras detonaciones. El que conducía la moto cayó al instante mientras que el maestro alcanzó a tirarse al suelo. Los de la camioneta bajaron, se acercaron a él y primero lo patearon antes de que el profesor pudiera gritar: “no me hagan nada, soy el maestro de la escuela, yo no tengo nada que ver en esto”.

 

Los de la Datsun se rieron y con sorna le preguntaron: “¿el maestro? A ver, ¿cuánto es ocho por cinco?” El balbuceó la respuesta. Los otros se carcajearon. “En chinga lárgate de aquí porque faltan varios todavía”, le ordenaron. El maestro ni siquiera agarró su mochila. Corriendo empezó a bajar el camino, sudando, esperando la detonación por la espalda que lo volviera todo repentinamente oscuro.

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