Tras el escándalo por la inelegibilidad de 46 candidatos judiciales electos —45 por no cumplir con el promedio mínimo de 8 y uno más por enfrentar cargos de abuso sexual—, la presidenta Claudia Sheinbaum responsabilizó al Instituto Nacional Electoral (INE) y al Tribunal Electoral por, según ella, “haberse tardado” en revisar los perfiles.
“Yo creo que debieron hacerlo antes de la votación”, declaró con tono de reproche. Sin embargo, la crítica resulta no solo tardía, sino también contradictoria: los propios Poderes del Estado —Ejecutivo, Legislativo y Judicial— designaron Comités de Evaluación para seleccionar y filtrar a los candidatos precisamente para evitar este tipo de bochornos institucionales.
A pesar de ello, la mandataria insiste en minimizar el problema. Dijo que los casos cuestionados representan solo “el 0.03%” del total de los seleccionados. “Poquitos, pues”, resumió. Pero lo que en números suena irrelevante, en términos de legitimidad y confianza institucional, es alarmante. Especialmente si se considera que uno de los inelegibles está en prisión por abuso sexual.
Peor aún, Sheinbaum asegura que ella misma había advertido que se revisaran bien los perfiles, cuando comenzaron a circular denuncias en redes sociales. Si así fue, ¿por qué no se actuó a tiempo? ¿Por qué los Comités de Evaluación —responsabilidad directa de cada Poder— no detectaron estas anomalías?
Lo que queda claro es que el proceso de selección judicial, promovido como una victoria democrática, exhibe fallas graves de control, transparencia y seguimiento. Y ahora, lejos de asumir el error, el gobierno intenta repartir culpas entre las instituciones que operan bajo su propio marco legal.
En lugar de construir confianza en un sistema nuevo, el episodio deja una mancha prematura. Porque si el problema era evitable y se sabía, entonces ya no es error técnico: es negligencia política.