En Culiacán, un marisquero murió trabajando. Su nombre era José Luis “N”, aunque para muchos era simplemente El Chapo de los Mariscos, un hombre que todos los días abría su puesto en la avenida Venustiano Carranza para ganarse la vida. Hasta que una camioneta oficial del Gobierno Federal —una Dodge Ram con los logotipos de Bienestar— lo atropelló y lo mató.
El conductor, identificado como Joel Soria, funcionario federal adscrito al Infonavit, presuntamente iba bajo los efectos del alcohol. Su frase al ser detenido —“no me di cuenta”— condensa todo el cinismo del sistema: no se dio cuenta de que conducía un vehículo público; no se dio cuenta de que asesinó a un hombre; no se dio cuenta, como tantos servidores que creen que portar un logotipo los exime de responsabilidad.
El caso no solo indigna: exhibe el rostro más impune de la burocracia mexicana. En un estado como Sinaloa, donde las cifras de homicidio, desaparición y corrupción se mezclan con la rutina, la muerte de un marisquero a manos del propio gobierno no es un accidente: es una metáfora.
Porque mientras las autoridades repiten discursos sobre la “transformación” y la “justicia social”, las calles están tomadas por la indiferencia. Las mismas camionetas que deberían servir al pueblo atropellan —literalmente— al pueblo. Y cuando ocurre, la maquinaria del poder se mueve con lentitud, se enreda en comunicados, diluye la culpa en trámites y eufemismos.
Lo verdaderamente trágico es que ya ni sorprende. En Culiacán se ha normalizado que los que ostentan el poder maten, ya sea por acción o por omisión. La violencia se ha vuelto transversal: no distingue entre narcos ni funcionarios. Los primeros matan con armas; los segundos, con impunidad.
José Luis no fue una estadística, fue una víctima de un Estado que olvida su función más básica: proteger la vida. Murió a plena luz del día, en una avenida transitada, bajo la sombra de una camioneta que llevaba el escudo de la nación. Y eso debería bastar para estremecernos a todos.
Pero no. En lugar de indignación, hay silencio. Un silencio que encubre, que protege, que absuelve. Y es ese silencio el que sigue matando, más que cualquier vehículo o cualquier arma.
La justicia, si llega, lo hará tarde, como siempre. Pero este caso debería servir para recordar que los emblemas no otorgan inmunidad, y que los funcionarios públicos no son dueños de las calles ni de las vidas.
El pueblo no debería temerle al gobierno. Pero en México, y particularmente en Sinaloa, hasta los vehículos oficiales pueden ser letales.