Le dieron dos mil pesos a cambio de llevar una caja de cartón a Los Mochis. Le indicaron que en la Terminal de Culiacán debía tomar un autobús de una línea que trabajaba para ellos. En el camino no habría problemas porque ese día no estaba anunciado ningún operativo en la carretera México 15.
Sabía lo que había en el interior de esa caja embalada y los riesgos a los que se enfrentaba si lo detenían los federales. Pero no le importó y aceptó el trato. Dos mil pesos equivalían a una semana completa de trabajo en la bodega cargando sacos de cemento todo el día con el calorón de agosto.
Ellos le aseguraron una y otra vez que no iba a tener problemas. Que la empresa trabajaba para ellos y el chofer del autobús también era parte del equipo, que en la terminal de Los Mochis ya lo estarían esperando dos colegas que le pagarían en efectivo por el servicio.
Le hubiera gustado arrepentirse, llamar por teléfono al que le ofreció el negocio y decirle que mejor no, que tenía miedo, que le diera una dirección para regresarle la caja. Pero el tipo que lo había contactado no le había dejado nada. Le había dicho, sí, que estarían cerca de él en todo momento. Así que volteó para todas partes esperando verlo entre la multitud que a esa hora hacía filas en las taquillas.
Pero no lo vio por ningún lado. A lo mejor había mandado a sus achichincles, pero tampoco vio a nadie observándolo. Quizá, pensó, si abandonaba la Terminal, arrepentido de haber aceptado el encargo, comenzarían a seguirlo, lo interceptarían antes de llegar a la calle y adónde vas, hijo de la chingada, con una pistola en las costillas.
No se animó ni siquiera a moverse de su asiento. En esas estaba cuando llegó el autobús. Al levantarse del asiento, descubrió que las piernas le temblaban. Cuando quiso subirse, un empleado con uniforme lo detuvo. ¿No será mejor que deje la caja en el maletero?, le preguntó. No, respondió él de inmediato, apretando más entre sus manos la caja que de pronto se volvió pesada. Se subió al autobús y se sentó hasta atrás, junto al baño. Quiso acomodar la caja en el piso, pero no había espacio. La acomodó en su regazo.
Pronto, el autobús se llenó de pasajeros. Pero junto a él no se sentó nadie. Apenas dejaron la Central de autobuses, el chofer puso una película en las pantallas. La mitad de los pasajeros se durmió. Pero él no podía ni siquiera cerrar los ojos. Cuando salieron a la carretera, no dejó de mirar por la ventanilla. Lo que más temía era que en cualquier momento apareciera un retén de militares o guardias nacionales que detuviera el autobús.
Entre Culiacán y Los Mochis hay dos horas y media de camino. A él le parecía que el autobús avanzaba a vuelta de rueda, jadeando trabajosamente. Se acabó la película y empezó otra. Intentó concentrarse en la pantalla, pero ni siquiera alcanzaba a ver los subtítulos. Tampoco tenía saldo en su celular como para entretenerse en sus redes sociales. Para intentar distraerse se puso a pensar en lo que haría con el dinero. Dos mil pesos se acaban en un suspiro. Hubiera pedido más, pensó. Pero cuando le ofrecieron el trato le pareció como un milagro del cielo ese dinero inesperado.
Llegaron a Los Mochis. El autobús serpenteó por varias calles antes de entrar a la Terminal. La indicación era entregarles la caja a dos hombres que ya lo estarían esperando en la puerta. Apenas bajó del autobús los vio. Eran unos morros de unos dieciocho, diecinueve años.
Ellos le recibieron la caja, no revisaron su interior, tampoco cruzaron ninguna palabra con él: nada más le pasaron cuatro billetes de quinientos pesos cada uno. Luego se dieron la vuelta y salieron de la terminal para abordar una camioneta Cheyenne que los esperaba en la calle.
Él decidió no quedarse más tiempo en ese lugar. Vio en una pantalla que en cinco minutos salía un autobús de otra línea con destino a Culiacán y compró un boleto de regreso. Ahora el viaje se le hizo más ligero.