Editorial
Treinta homicidios dolosos este lunes 30 de junio. No se trata de una cifra acumulada en una semana ni en un mes. Es el saldo de un solo día en Sinaloa, el último de junio. Una cifra que estremece por su magnitud, pero también por la aparente normalización con la que se reporta: una línea más en los comunicados de la Fiscalía, una cifra más en la estadística oficial, un dato que se diluye en el ruido informativo del país.
¿Dónde están las respuestas institucionales ante este nivel de violencia? ¿Qué nos dice esto sobre la efectividad de los operativos conjuntos, de las mesas de seguridad, de los despliegues militares y de la supuesta coordinación entre niveles de gobierno? Las autoridades presumen estrategias, pero la realidad —cruda y sangrienta— las desmiente día con día.
El silencio o la tibieza de los funcionarios ante estos hechos es más preocupante aún. No hay comparecencias urgentes, no hay mensajes contundentes, no hay rendición de cuentas. Sólo un conteo burocrático que da la vuelta a la página como si hablar de treinta vidas humanas arrebatadas fuese un trámite más.
Y en medio de todo, la ciudadanía vive atrapada entre la resignación y el miedo. Porque si treinta homicidios en un día no son suficientes para detonar una alerta máxima y una revisión profunda de las políticas públicas en materia de seguridad, entonces ¿qué se necesita?
Sinaloa no puede seguir contabilizando muertos sin exigir responsables. No se trata solo de números: se trata de familias destruidas, de comunidades paralizadas, de un tejido social que se desangra lentamente mientras los discursos oficiales insisten en que “vamos bien”.
Ya no es momento de retórica, es momento de resultados.