TRIÁNGULO DORADO: Música, Gritos y Balas
viernes, 4 de septiembre de 2020
TRIÁNGULO DORADO: Música, Gritos y Balas
  


Todas las noches pisteaban. Empezaban cuando ya los vecinos se disponían a dormir o ya estaban dormidos. Los que apenas estaban apagando las luces lanzaban mentadas de madre al escuchar el repentino estruendo de la tambora o la banda. Los que ya estaban dormidos se despertaban asustados, gritando, como si en sueños les hubiera caído una bomba. Pero una vez que descubrían el origen del ruido lanzaban un suspiro de resignación. Otra noche de desvelo. Otra noche sin dormir. Hasta cuándo.

 

Se acababa la primera canción, generalmente El Sinaloense, y durante cinco minutos se escuchaban las carcajadas, el ruido de las latas de cerveza al abrirse, el de sillas arrastrándose o el rugido de los motores de los que iban llegando, antes de que se decidieran por la segunda canción. De ahí en adelante la tambora continuaba sonando, imparable, hasta las tres o cuatro de la madrugada.

 

Un vecino, nunca se supo quién, se había animado a llamar a la policía en una ocasión. Media hora después una humilde patrulla de la Municipal pasó por la colonia. Pero al ver desde lejos el origen del ruido, la clase de gente que había en la fiesta, los policías apagaron las torretas y retrocedieron por la misma calle por donde habían aparecido, despacio, sin hacer ruido, como alguien caminando de puntitas.

 

Los matrimonios conversaban en la cama: “En lo que acabó el hijo del Pancho”. “Esa gente no tiene necesidad de trabajar”. “Cómo pueden tomar todos los días.” “Nos tenemos que mudar de casa.” Los que tenían el sueño pesado lograban dormir pero esa noche soñaban con mazos golpeando una pared. Los que no, se iban a acostar al cuarto más alejado de la calle, adonde el ruido llegaba amortiguado por las paredes.

 

Ya cuando estaban borrachos empezaban a escucharse los balazos. Generalmente pistolas tipo escuadra. Entre canción y canción hacían disparos al aire. Una sola vez habían escuchado un cuerno. A veces las mujeres de la fiesta se quejaban: “¡Pendejo me están zumbando los oídos!” A veces los músicos se asustaban y detenían sus instrumentos. “¿Quién chingados les dijo que dejaran de tocar?” La tambora a todo volumen al tiempo que lanzaban gritos de mariachi y disparaban sus escuadras. Música, gritos y balas. Era como si cada noche el mundo estuviera a punto de acabarse y necesitaran despedirse aprovechando hasta el último segundo.

 

Alrededor de las cuatro de la madrugada acababa la fiesta y todos se subían a las camionetas. Se iban de la colonia patinando llanta. Todo quedaba en paz, en silencio, en sosiego. Pero ya era tarde porque apenas unos minutos más tarde los pájaros empezaban con su canto neurótico desde los árboles. Los vecinos aún alcanzaban a dormir un par de horas más. Cuando salían, se encontraban con una calle cubierta de botes de cerveza y cáscaras de cacahuates y colillas de cigarros y vasos quebrados. Las huellas de las llantas patinando en todas direcciones quedaban marcadas en el pavimento.

 

Salían los primeros vecinos a su trabajo. Bien cambiados, peinados y perfumados. Listos para otro día. “¡Buenos días! ¿Cómo amaneció?” “Bien, ¿y usted?” “Bien, también”. Pero no comentaban nada del ruido de la noche anterior. Nada del hartazgo, del coraje, de la impotencia que sentían por no poder hacer nada. Por saber que no se podía hacer nada.

 

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