TRIÁNGULO DORADO: Historia de una actriz culichi
viernes, 25 de septiembre de 2020
TRIÁNGULO DORADO: Historia de una actriz culichi
  


Desde niña quiso ser actriz. En los festivales escolares, Irene era la primera en levantar la mano para participar en los bailes regionales, en las obras de teatro, en los recitales. Le gustaba el público y el aplauso. Por eso, cuando estaba en la universidad, no dudó en inscribirse en un taller de teatro. No fue lo que esperaba. En lugar de la adrenalina que buscaba, las clases le resultaron aburridas, mucha teoría y Stanislavski.

 

Ella se había imaginado un escenario con las luces puestas sobre su cuerpo. Por eso, cuando vio en la televisión local que un productor que venía de México buscaba a una joven de su edad para participar en una telenovela, no dudó en asistir al casting.

 

Ganó. Y aunque sus padres se mostraron felices por ella no quisieron dejarla ir sola. Su madre la acompañó al DF durante un par de semanas para ver con sus propios ojos el lugar donde viviría su hija, la escuela a la que asistiría y los foros de televisión donde se grabaría la telenovela. Todo le pareció correcto. Luego del curso de dos meses, Irene empezó a grabar sus primeras escenas.

 

A Irene le gustó verse en la pantalla. Todos los días recibía mensajes de sus amigos. Sin embargo, en los foros se comentaba que la recién llegada era muy mala actriz. Nadie le auguraba un buen futuro en el negocio y no sabían responderse qué le había visto el productor para escogerla entre todas las jóvenes que habían asistido al casting en varias ciudades.

 

Terminó la telenovela y no volvió a recibir ofertas de trabajo. Irene acudía a todos los casting. No se quedaba en ningún papel. En una ocasión, triste, pensó en regresarse a Culiacán pero a qué, se preguntaba, qué voy a hacer allá, en qué voy a trabajar. La idea de regresar como una fracasada la hacía levantarse de la cama y empezar a llamar por teléfono a todas las agencias para ver si alguien la podía colocar aunque fuera en algún comercial.

 

No le quedó más remedio que acudir a la oficina del productor que la había descubierto y pedirle trabajo. El tipo le aseguró que en esos momentos no tenía ningún proyecto en puerta. Pero déjame ver qué te consigo, le aseguró, el viernes tengo fiesta en mi casa y va a ir gente importante, date una vuelta y quien quita convences a alguien.

 

Ese día gastó todo lo que tenía en un salón de belleza. Segura de sus encantos, acudió a la fiesta donde le presentaron a varios ejecutivos. A uno de ellos le gustó especialmente. Esa noche durmió en una casa desconocida lejos de la ciudad. Era la casa más grande que Irene hubiera visto en su vida y casi no tenía muebles: de tres pisos, salón de billar, al menos cinco recámaras y una alberca techada junto a una terraza desde donde se miraban las barrancas de Huixquilucan y más allá, a lo lejos, el DF con sus rascacielos.

 

El productor con el que durmió tampoco tenía proyecto en puerta pero le dijo que la quería seguir viendo. Ella aceptó. Le dio un fajo de billetes que Irene aceptó espontáneamente, aunque solo varias horas después, cuando estaba en un restaurante comiendo como si no hubiera probado alimento en varios días, cayó en la cuenta de que le habían pagado por sexo.

 

Primero pensó en devolver el dinero. Pero luego vio el refrigerador casi vacío y se lo pensó mejor. Desde entonces, cada semana el productor mandaba recogerla con su chofer. Pero luego se aburrió de ella y dejó de llamarla. Entonces Irene acudió de nuevo a las oficinas del productor que la descubriera y le pidió más trabajo.

 

El productor la recomendó con sus amigos empresarios y uno la citó en un hotel. No le pagó tan bien como el otro señor (Irene aún se resistía a usar la palabra “cliente” para referirse a los hombres que la contrataban y seguía pensando que eran productores de televisión que probablemente le dieran trabajo en lo que tanto le apasionaba) ni la trató como a una princesa.

 

Irene se sintió maltratada, usada, herida en su amor propio. Pero su número no dejaba de sonar. Siempre hombres mayores, ricos, que a veces la trataban como su nieta y otras como su sirvienta particular. Pero un día llegaron los golpes. Los insultos. Al principio sintió rencor, coraje, deseos de venganza, pero luego pensó que cuando estaba en la cama con esos señores estaba actuando y, después de todo, ¿no era eso a lo que había venido a esta ciudad?

 

Nunca quitaba el dedo del renglón. Se presentaba en todos los casting. Nunca quedaba. Le pedían que improvisara una escena y lo hacía tan mal que los directores se empezaban a mover en sus asientos, incómodos. Hasta que alguien le abrió los ojos: no, chula, no sirves para esto, de plano mejor dedícate a otra cosa. Se desmotivó un rato, pero entonces volvió a sonar su celular y haz tu maleta en chinga porque nos vamos a Acapulco, le ordenó una amiga. Tres clientazos que pagan en dólares.

 

Luego vinieron los fines de semana en Playa del Carmen, en Las Vegas, en Cancún. Las cenas en restaurantes exclusivos en Masaryk, el departamento en La Condesa, los clientes extranjeros hospedados en el Four Seasons, los viajes en el jet privado de un prominente hombre de negocios a su residencia de descanso en Punta Diamante.

 

¿A qué se regresaba?, pensaba cada vez que su madre le hablaba para pedirle que volviera a Culiacán y se pusiera a estudiar una carrera “normal”. Luego acotaba: a qué me regreso ahora. Quizá más tarde: cuando quiera tener una vida “normal”. Pensaba en que ya tenía 23 años y cada vez llegaban sudamericanas más jóvenes, dispuestas a operarse a la primera, buscando un estelar que las volviera ricas y famosas de la noche a la mañana.

 

O por lo menos casarse con un productor. O con un narco aunque se tuvieran que ir a vivir a Guerrero o Michoacán. A lo mejor en un par de años me regreso, le decía a su madre, cuando junte dinero para abrir un negocio. Antes de colgar, mandaba saludos a su papá, a sus hermanos y a las vecinas que no dejaban de preguntar cuándo volvería a salir en otra telenovela.

 

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