Las plazas no son los lugares sobre los cuales el narco tiene pleno dominio, sino el espacio que el sistema político mexicano entrega en “concesión” a grupos criminales para que administren las operaciones relacionadas con la droga. A cambio, el narco tiene que generar dinero para los auténticos dueños de la plaza (los políticos) y controlar a los delincuentes que operan al margen de los grupos criminales autorizados.
Por David Fuentes M.
La plaza, ese lugar que puede ser un pueblo, una ciudad o una región consideraba bajo el control de un grupo criminal para la producción, distribución y venta de drogas o para cualquier otra actividad ilegal, no está determinada por el poder de los criminales, por su capacidad de fuego y violencia, sino por el Estado mismo que administra esos espacios, las llamadas plazas, cediéndolas en una especie de arrendamiento para que otros las exploten y compartan las ganancias.
“Es clave aquí comprender que manejar la plaza no significa controlar la plaza. El traficante [es] apenas el administrador de una estructura y de un espacio que [puede] perder en cualquier momento, incluso a pesar de su propio éxito en el negocio”, señala el investigador Oswaldo Zavala en su libro Los cárteles no existen (Malpaso ediciones, 2018), un ensayo que cuestiona el discurso público que desde el periodismo, el Estado y las producciones culturales se ha desarrollado alrededor del narco y la figura de los capos.
El autor cuestiona la idea de que “el narco haya superado al Estado en algunas regiones de México” en tanto que ambos, Estado y Narco, no son entes separables, antagónicos, sino que el segundo está subordinado al primero, que decide cuándo un “administrador de plaza” debe ser desechado, detenido o eliminado, ya sea porque ha dejado de hacer sus pagos, porque se ha convertido en una figura pública o porque representa un dolor de cabeza para las autoridades.
Un ejemplo de esto sería el caso de Servando Gómez Martínez, alias “La Tuta”, exlíder de Los Caballeros Templarios, quien antes de ser detenido en febrero de 2015, se dedicó a subir videos a redes sociales cuestionando al gobierno, daba entrevistas a medios internacionales que ponían en ridículo al Estado que presuntamente lo estaba buscando y autopromocionaba una imagen de benefactor social que atendía las carencias de la población que el Estado era incapaz de satisfacer.
Su detención, recuerda Zavala, coincidió con los cuestionados nombramientos de Arely Gómez como titular de la PGR y de Eduardo Medina Mora como ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, la primera señalada de ser hermana de Leopoldo Gómez, vicepresidente de Noticieros Televisa, y el segundo de ser amigo cercano de Bernardo Gómez, ejecutivo de la misma empresa, lo que habría trasladado el foco mediático hacia la aprehensión del criminal-empleado que ya había dejado de serle útil al Estado.
“La coincidencia entre las maniobras policiales y los cuestionables nombramientos políticos remitía también en ese momento a la segunda detención de Joaquín El Chapo Guzmán, lograda en 2014, tres días después de la visita oficial del presidente Barack Obama a México durante la cual destacó la política de seguridad nacional del gobierno de Peña Nieto”, señala Zavala.
Al respecto, el autor retoma la investigación del periodista estadounidense Terrence Poppa, quien en su libro El Señor de las Drogas. Vida y muerte un capo mexicano (1990) presenta una entrevista con el narco Pablo Acosta, quien en los años ochenta era llamado “El Zorro de Ojinaga”, considerado como el “dueño absoluto de la plaza de Ojinaga, Chihuahua”, y quien cayó en medio de las balas de los federales el 24 de abril de 1987 en las inmediaciones del río Bravo, en el rancho Santa Elena: “el sistema político eliminaba de ese modo a los traficantes que atraían demasiada luz pública al discreto control oficial sobre las plazas”.
El periodista estadounidense se preguntó en su libro: ¿Quién está manejando la plaza de las drogas en Chihuahua? Tras la entrevista con el narcotraficante, meses antes de que fuera acribillado por haber concedido esa entrevista en la que develaba la estructura real del negocio de las drogas, Poppa explicó que las plazas del narco no eran el dominio de unos narcos, sino la “concesión” que los políticos mexicanos daban a determinados grupos para que administraran las operaciones relacionadas con la droga. Y ante la pregunta: ¿cuáles son las principales responsabilidades de los “dueños” de las plazas?, responde: generar dinero para los auténticos dueños (los políticos) y mantener informada a la policía sobre cualquier otra actividad ilegal que delincuentes comunes practiquen al margen de la organización criminal autorizada.
“Usualmente, las autoridades protegen a su hombre de sus rivales […] Si las autoridades arrestan o matan al titular de la plaza, es porque usualmente ha dejado de hacer sus pagos o porque su nombre ha comenzado a aparecer en la prensa con demasiada frecuencia y el traficante se ha convertido en un lastre. A veces la presión internacional es tan fuerte que el gobierno se ve obligado a accionar en contra de un individuo en específico sin importar cuánto dinero genera para sus patrones”, escribe Poppa.
Oswaldo Zavala asegura que la visión tradicional que se tiene sobre la lucha entre el Estado contra el Narco, que asegura que el narco corrompe a las autoridades, que el Estado a veces es rebasado por la capacidad de fuego y violencia de las organizaciones criminales, está influenciada por la información oficial que se distribuye desde las agencias estadounidenses y mexicanas para excluir al Estado de su liderazgo en el negocio de las drogas.
“Existe el mercado de las drogas ilegales y quienes están dispuestos a trabajar en él. Pero no la división que según las autoridades mexicanas y estadounidenses separa a esos grupos de la sociedad civil y de las estructuras del gobierno. Existe también la violencia atribuida a los supuestos cárteles pero esa violencia obedece más a las estrategias disciplinarias de las propias estructuras del Estado que a la acción criminal de los supuestos narcos”, señala Zavala.
Para avalar su tesis recuerda que en Ciudad Juárez la violencia se incrementó justo cuando llegaron las Fuerzas Federales. Antes, insiste, no había una violencia desbordada como la que se registró entre los años 2009 y 2011. Por el contrario, había un índice estable de homicidios. Tras el incremento de asesinatos y balaceras, estas fueron atribuidas desde el discurso oficial a los cárteles que, primero, presuntamente reaccionaban de manera violenta ante la intervención de las fuerzas armadas, y segundo, se habían empezado a matar entre ellos luego de que el Estado supuestamente fragmentara las organizaciones.
En el libro El Siglo de las Drogas, el investigador sinaloense Luis Astorga relata una entrevista que le hizo la revista Time en 1994 al traficante colombiano Gilberto Rodríguez Orejuela, quien presuntamente era jefe del llamado Cártel de Cali. En esa entrevista el capo asegura que esa organización simplemente no existía: “Es una invención de la DEA. Hay muchos grupos, no sólo un cártel. La policía lo sabe. También la DEA, pero prefieren inventar un enemigo monolítico”.
Astorga también cita la declaración que el “narcoabogado” Gustavo Salazar le dio al periodista británico Ioan Grillo en una entrevista: “Los cárteles no existen. Lo que hay es una colección de traficantes de droga. Algunas veces ellos trabajan juntos, otras no. Los fiscales estadounidenses los llaman cárteles para hacer más fáciles sus casos. Todo es parte del juego”.
Astorga señala que la imagen del narco todopoderoso, del capo de capos, es un mito impuesto por el Estado para autoexcluirse de su participación en el negocio, y que determina la representación que la sociedad se hace de estos personajes a los que las autoridades atribuyen la responsabilidad de la violencia que padecemos.
Finalmente aquello que llamamos “narco” se localiza políticamente en el interior del Estado y no en la exterioridad, no es un enemigo o un contrario, sino que está generado desde el propio gobierno aunque, en ocasiones, estos personajes subordinados (los llamados capos) generan una espiral de violencia cuando intentan independizarse o se sienten traicionados por sus empleadores, en cualquiera de los casos, la sangre derramada es responsabilidad de un solo actor: El Estado.