Fue acusado de haber participado en el magnicidio de Luis Donaldo Colosio. Lo encarcelaron y lo torturaron. Intentaron obligarlo a que firmara su propia culpabilidad. No lo consiguieron. Pero ser declarado inocente no representó el final de su calvario. Despojado de sus derechos civiles, Othón Cortez no logró que el Estado Mexicano le ofreciera una disculpa pública. Murió sin que la Justicia repara el daño que le hicieron, con secuelas de por vida tras los actos de tortura a los que fue sometido por las autoridades.
Por David Fuentes M.
El pasado martes 14 de abril murió en su domicilio de la colonia Cañadas, en el sector sur de Tijuana, el hombre que fue acusado por el Estado Mexicano de ser el segundo tirador en el magnicidio de Luis Donaldo Colosio.
Othón Cortez Vázquez, de 54 años de edad, padecía diabetes y tenía problemas en el riñón desde que en 1994 fuera torturado por agentes de la Policía Judicial tras ser detenido y acusado de haber asesinado al candidato presidencial del PRI, junto con Mario Aburto Martínez.
La noche del lunes, Othón Cortez publicó en su cuenta de Facebook que al día siguiente sería llevado por sus familiares a recibir un tratamiento de hemodiálisis, debido a la diabetes que padecía y por la cual ya no podía salir a trabajar.
“Deseo que el Dios todopoderoso nos bendiga y cuide mucho. Descansen temprano. Voy a mi hemodiálisis. Gracias por su cariño y amistad”, escribió en su red social horas antes de que la familia anunciara su fallecimiento a causa de un paro cardiaco derivado de las complicaciones de su enfermedad.
Durante más de 20 años, Othón Cortez luchó contra el Estado Mexicano que lo despojó de su libertad, su salud, su honra y sus derechos políticos al negarle la entrega de una credencial de elector que, además de votar, le permitiera cobrar un cheque, subirse a un avión o hacer cualquier trámite.
En 2019 anunció que acudiría a la Corte Interamericana de Derechos Humanos para solicitar reposición de los daños por la acusación de la que fue objeto de manera que el gobierno mexicano le ofreciera una disculpa.
En esa ocasión confirmó que los ex presidentes Vicente Fox y Felipe Calderón adujeron que no procederían a pedirle perdón en vista de que el magnicidio no ocurrió durante sus gobiernos, en tanto que Enrique Peña Nieto no lo recibió ante la solicitud que le hizo.
Finalmente, dijo que confiaba en que el presidente Andrés Manuel López Obrador acataría la recomendación de la CIDH, de manera que esperaba que su gobierno le ofreciera una disculpa pública.
El día en que cambió su vida
Antes de que fuera acusado del magnicidio de Colosio, Othón Cortez trabajaba como chofer del PRI municipal en Tijuana. Cada vez que un personaje importante del partido iba de gira a Baja California, él se encargaba de llevarlo a todas sus citas.
El 23 de marzo de 1994, Othón acudió al mitin de Colosio en la colonia Lomas Taurinas, donde lo saludó. Tras los disparos que le arrebataron la vida al candidato, se generó un caos en el lugar pues la colonia asentada en terrenos irregulares solo tenía una salida, la cual estaba bloqueada por decenas de autos que impedían la llegada de una ambulancia.
“Se lo llevan en una ambulancia, pero de todas maneras era imposible salir. Había que mover los carros, había que estar ayudando, había mucha desesperación. Y ya nos fuimos al Hospital General. Bajando de la ambulancia yo le voy desatando las agujetas de los zapatos. De alguna manera levantamos la camilla entre todos porque el Hospital General sólo tiene escaleras. Ya lo estaba esperando el grupo de médicos, entramos y los médicos se lo llevaron”, relató en una entrevista para De Primera Noticias en 2017, a propósito de la publicación de su libro El Segundo Tirador.
Casi un año después del magnicidio, cuando el país estaba instalado en la crisis económica provocada por la devaluación de diciembre del 94, Othón fue detenido en Tijuana, retenido en una casa, trasladado a la PGR en Ciudad de México y torturado durante dos días por agentes federales que lo intentaron obligar a que firmara una declaración de culpabilidad.
“Yo me encontraba haciendo mi vida normal. Participé todavía en la campaña de Zedillo. Fui su chofer cuando vino a hacer la guardia de honor en Lomas Taurinas. Yo estaba con mi vida normal, mi esposa trabajando como maestra, mis hijos en la escuela. El 24 de febrero de 1995 salí de la casa como cualquier otro día y me detienen en el boulevard Insurgentes de Tijuana. En el carro iban mi esposa y mis hijos chiquitos cuando nos cerró el paso una camioneta Suburban. Me mostraron una orden presentación y yo dije, ah, pues vamos, pero ellos, no, cabrón, hágase pa´lla, y bajaron de las greñas a mi mujer, la pasaron al asiento de atrás y me esposaron porque me dijeron que me podía pelar”, relató.
Tras dejar libre a su familia en una calle de Tijuana, Othón es trasladado a una casa particular, asegurada por las autoridades, en donde lo mantuvieron con una capucha cubriéndola la cabeza, amenazándolo, hablando de él mientras estaba esposado: tortura psicológica. Para evitar a los reporteros, los policías no lo envían a Ciudad de México desde el Aeropuerto de Tijuana sino desde el aeropuerto de Mexicali.
En las oficinas del entonces fiscal Pablo Chapa Bezanilla, Othón fue torturado durante dos días, tiempo en el cual era revisado una y otra vez por médicos que constataban que el hombre se encontraba “bien”, listo para recibir otra andanada de golpes, en espera de que cediera y firmara la declaración que las autoridades ya tenían lista en la que reconocía su culpabilidad por el asesinato y aseguraba que fue contratado por algunos políticos y militares.
“Me dieron toques eléctricos en los testículos, me metieron alfileres en las uñas, me rompieron el oído, me dislocaron la pelvis, pero no, nunca les firmé, me desmayaba, me despertaban, entraban unos médicos legistas y decían que no tenía nada, me pusieron un abogado que más bien parecía un comandante de la federal, que me iba a ayudar, que nomás firmara para que mi sentencia fuera menor, y no, nunca les firmé que yo y otros habíamos participado en el asesinato del licenciado Colosio”, declaró.
Fue trasladado al penal de Almoloya, donde permaneció año y medio, tiempo en el cual los otros inculpados en el magnicidio, entre ellos Tranquilino Sánchez, y Vicente y Rodolfo Mayoral, padre e hijo, fueron absueltos y liberados. Othón también fue absuelto. Pero su juicio fue maratónico, con 33 agentes del Ministerio Público y 103 agentes de la Policía Judicial Federal que en segundas audiencias ya no se presentaron a declarar, hasta su liberación el 7 de agosto de 1996.
“Fue un pleito tremendo. Fueron tres testigos falsos, a los cuales los compró Chapa Bezanilla con 30 mil dólares a cada uno. Jorge Romero Romero, Jorge Almaral Muñoz, María Belén viuda de Romero que medio año después se desistieron, dijeron que sí, que los habían comprado y que no era verdad lo que habían declarado contra mí, pero el proceso siguió. Fueron audiencias maratónicas, que se fueron desestimando, se fueron desechando, porque los judiciales que me torturaron y que me golpearon y los ministerios públicos que me acusaron ya no se presentaron, ya no los encontraban en las direcciones que ellos tenían”, comentó.
Tiempo después volvió a la Ciudad de México a buscar un abogado que lo ayudara en una demanda por la reparación del daño. Othón se tuvo que poner en huelga de hambre, gritar, llorar públicamente, hasta que el Juzgado Quinto de Distrito en Materia Civil aceptó su demanda contra el Estado Mexicano por los gastos que su familia hizo durante el proceso.
“Pedimos cinco millones de pesos. Al cuarto año me dio respuesta la Suprema Corte de Justicia de la Nación y me dijo que mi demanda era inoperante, inatendible e infundada. Tres términos que solamente lo saben los abogados. Pero en mi ignorancia creo que yo no me torturé solo ni me metí a la cárcel solo. Ellos me lo hicieron. Y está estipulado en la constitución que hay que pagar la reparación del daño. Pero nadie se quiere hacer responsable, les da miedo. En cambio, lo que pasó fue que me sentenciaron al pago de 18 millones de pesos al Estado a razón de gastos de costas, argumentan, por el juicio que perdí y que ellos gastaron”.
Declaró que durante 18 años dejó de votar porque el IFE no le quería regresar sus derechos políticos ya que como requisito para devolverle su identificación necesitaba entregarles copias de su sentencia absolutoria de 75 mil fojas y no tenía dinero para ejercer ese gasto de más de 70 mil pesos. Finalmente, en 2014 recibió una llamada del IFE y recuperó sus derechos políticos, su identidad ciudadana, pero el Estado nunca le ofreció la disculpa correspondiente por los actos de tortura que le dejaron secuelas físicas de por vida.