TRIÁNGULO DORADO: La Santa Muerte me lo ordenó
sábado, 26 de diciembre de 2020
TRIÁNGULO DORADO: La Santa Muerte me lo ordenó
 

 

A pesar del aspecto de la persona que le estaba haciendo la parada, el taxista no dudó en detenerse. De unos cuarenta años, barba descuidada y canosa, piel curtida por el sol y con una chamarra en pleno verano. Pero se detuvo. La clientela escaseaba y no podía darse el lujo de irse de largo. El pasajero subió. El taxista lo examinó primero por el espejo retrovisor y después se volvió hacia el asiento trasero.

       -¿Adónde lo voy a llevar, amigo?

       -Aquí adelantito.

       “La regué”, pensó el taxista apenas escuchó su respuesta.

    Una de dos: obedecía y continuaba la marcha por la misma calle hasta esperar nuevas instrucciones o le pedía al pasajero la dirección exacta para no estar dando vueltas por la ciudad a esa hora de la noche.

       -¿A qué altura? –Insistió el taxista.

       -Aquí nomás unas cuadras –respondió el pasajero.

       El taxi avanzó despacio por la calle solitaria.

       -¿Cuánto tiempo lleva trabajando como taxista? –Preguntó el pasajero.

       -Más de diez años.

       -¡La de cosas que ha de haber visto!

       El taxista dejó escapar un silvido largo.  

       -¿Y nunca lo han asaltado?

      Un impulso hizo que el taxista presionara levemente el acelerador. Miró al pasajero por el retrovisor intentando adivinar sus intenciones.

       -Sí, como cinco veces.

      -Pinches rateros. No saben todo lo que uno se chinga para ganar el poco dinero…

    El taxista sabía que el pasajero que sacaba conversación para parecer amistoso no era menos peligroso que aquel que se quedaba callado en un rincón del asiento, ansioso, esperando el momento propicio para sacar una navaja o una pistola. Nunca lo habían asaltado. Pero decirlo equivalía casi a invitar al pasajero a ser su primer asaltante. Más valía apelar a la compasión del pasajero. Sin embargo, su intuición le decía que aquel tipo, que en un principio se veía raro, no representaba ningún peligro.

       -¿Tiene usted hijos? –Preguntó el pasajero.

       -Sí –mintió el taxista-, dos niños.

       -¿Tiene fotos de ellos?

       El taxista respondió que no.

       -¡Qué raro! Todos los taxistas traen fotos de su familia en el carro.

       El taxista no supo qué contestar.

       -¿Tu crees en la Santa Muerte? –continuó escuchando desde el asiento de atrás.

       El taxista siguió sin saber qué responder.

       -En la Santa Muerte, ¿a poco no crees?

       -Sí, sí creo –contestó el taxista nomás por decir algo.

       -A mí me ordena cosas. Me habla y me ordena. Y me acaba de ordenar algo que te afecta directamente a ti.

       -…

       -¿No te interesa saber?

     El taxista no tuvo tiempo de responder. De una bolsa interior de la chamarra, el pasajero sacó un cuchillo y lo pasó por la garganta del chofer. Este apenas sintió un leve cosquilleo helado por una fracción de segundo. Paró el taxi de un frenón y en el forcejeo el pasajero intentó pasar de nuevo el cuchillo por la garganta al no descubrir ningún hilo de sangre, ningún gorgoteo escurriendo por la camisa del taxista.


En la lucha, ambos se dieron cuenta de que el cuchillo había pasado la garganta por el lado no filoso. Esto enojó aún más al pasajero y armó de valor al chofer. Como pudo, logró quitarse el cinturón de seguridad, abrir la puerta y salir disparado del carro. En la calle, empezó a correr a toda prisa, sin volver la vista, mientras en el taxi el de la chamarra destripaba los asientos con el cuchillo.

 

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