TRIÁNGULO DORADO: Balacera en un motel de Culiacán
viernes, 13 de noviembre de 2020
TRIÁNGULO DORADO: Balacera en un motel de Culiacán
 

 

Iban por el hijo de alguien importante. César no sabía quién era. Simplemente les hablaron por radio y les ordenaron dirigirse a un motel ubicado en la salida norte de la ciudad. Él conocía ese motel porque había trabajado como metercarros durante un par de meses que se le habían hecho eternos.  

 

Tenían que llegar a la recepción, amenazar al empleado para que les dijera en qué habitación se encontraba una pareja que había llegado en una Cherokee gris, placas tales, luego dirigirse a ese cuarto mientras uno de ellos se quedaba vigilando al empleado para que no llamara a nadie mientras los otros levantaban la cortina de la cochera, abrían la puerta del cuarto a balazos y ahí mismo ejecutaban al sujeto.

 

No debía representar ningún problema. El trabajo se tenía que hacer en cinco minutos. Llegaron a las 6.15 de la tarde. Se bajaron de la camioneta que dejaron estacionada  afuera del motel, a unos metros de la carretera, lista para retroceder en cuanto salieran corriendo. Los cinco se metieron a la recepción y rodearon al recepcionista que, asustado, empezó a temblar ante la vista de las armas.

 

Cuando logró darles el número de habitación en que se encontraban los de la Cherokee, cuatro de ellos, incluyendo César, abandonaron la oficina y corrieron hacia el cuarto indicado. En el camino se toparon con dos metecarros que al ver las armas se tiraron al piso con las manos estiradas.

      

Al llegar al cuarto, levantaron la cortina de la cochera presionando un botón en la pared. No se esperaron a que se levantara lo suficiente: entraron agachándose con las armas listas para disparar. Pero fueron recibidos por varias detonaciones que desparramaron los sesos de uno de ellos por el piso. La cherokee estaba encendida y con una mujer al volante.

 

César salió corriendo desesperadamente. Dio la vuelta a la calle del motel en busca de una cochera abierta, de un cuarto desocupado. Todas estaban cerradas y no tuvo más remedio que presionar un botón para que una cortina se levantara. Pero el ruido atrajo la atención de los que habían disparado y desde la otra calle comenzaron a gritar. César tuvo que seguir corriendo para llegar a la salida pero entonces vio que en la carretera se estacionaba una Durango de donde descendían varios tipos armados.

 

Justo la última habitación se encontraba abierta. Se metió arrastrándose por el piso, creyendo que lo habían visto y pensando que le llovería plomo sobre el cuerpo. Intentó meterse al cuarto pero estaba cerrado con llave. La cochera vacía lo dejaba al descubierto. Pensó en el suicidio. Luego pensó en disparar en la chapa para abrir la puerta: al fin que ese balazo se confundiría con los otros que se seguían escuchando en la primera calle. 

 

Disparó. Se metió al cuarto, buscó refugió ¿dónde? Recordó que todos los baños tenían una ventanilla que daba hacia un pasillo que estaba atrás de los cuartos, junto a una barda que en aquel entonces daba al monte y donde ahora había otro motel. Pero cuando César trabajaba como metecarros pesaba 70 kilos. Ahora tenía una barriga prominente y la ventanilla ya le quedaba muy justa. Afuera se escuchó una ráfaga de cuerno y eso lo animó a intentarlo.

 

La ventanilla no era tan pequeña como la recordaba. Tenía unos 60 centímetros de ancho por unos 40 de alto. Cuando pasó la cabeza y el pecho, sumió la barriga lo más que pudo y antes de caer al pasillo se raspó la espalda que comenzó a sangrar como si se hubiera herido con un rastrillo. El cuerno de chivo quedó en el baño. Al levantarse, vio que la barda ya no existía. Era la pared de otro motel. Pero si seguía por todo lo largo del pasillo llegaría a la barda trasera, y esa sí que daba al monte. Corrió agachándose por instinto al escuchar las ráfagas de AK 47. Entonces escuchó el grito: ¡Falta uno! Y corrió más rápido. Escaló la barda de dos metros. No se dio cuenta de que había pedazos de vidrio incrustados en la parte superior. Las palmas de las manos se le llenaron de sangre pero no las vio hasta que intentó quitarse el sudor de la frente y lo empezó a ver todo rojo.

 

Solo entonces se detuvo, entre la maleza y escombros: las manos rojas, abiertas, con heridas por donde manaba la sangre espesa. La espalda le ardía, además, como si le hubieran echado sal. Quiso vomitar. Retomó la huida. Corrió y corrió hasta que llegó a las calles, limpias y pavimentadas, de un fraccionamiento recién inaugurado que estaba a un par de kilómetros del motel. Pero ni entonces se detuvo a descansar. A los lejos seguían escuchándose las ráfagas de cuerno. Corrió por calles solitarias, nuevas, con casas sin estrenar. Se acercó a una de ellas, las ventanas aún sin protecciones, y rompió el cristal. Se quitó la camisa y la hizo bolas para limpiar los bordes de restos de vidrios. Se metió a la casa y permaneció sentado en el piso, respirando hondo, mirando cómo un charco de sangre se formaba a su alrededor: un rojo carmesí que se iba confundiendo con una oscuridad cada vez más y más intensa. César no supo si era de noche o si se estaba quedando dormido. 







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